El joven Luis herrera |
Legislador Luis Herrera
El Diputado LHC durante la inaguracion De la plaza Bolívar de Turen |
Presidencia de Luis Herrera y su vinculación con Portuguesa
Luis herrera siempre mantuvo un vinculo con su natal Acarigua así como con el resto del estado, es así que recién proclamado presidente, en enero de 1979, visito a las ciudades hermanas de Acarigua y Araure, improvisó un pequeño desfile por sus principales calles y avenidas, donde el pueblo salio a recibirlo con entusiasmo, celebrando que su paisano luis herrera era el nuevo presidente del país. estando en ejerció del poder Luis Herrera procuro dejarle un monumento que reflejara lo que eramos un estado llanero y Agricola es así que en el año 1980 contrata al arquitecto Gustavo Legórburu (padre) le pide que haga un monumento a la agricultura la cual estaría en la línea divisoria de las ciudades Acarigua-Araure en la intercepción de las avenidas Los Pioneros, Los Agricultores y Las Lágrimas, donde el Presidente ordenó construir una nueva redoma, exclusivamente para instalar el ambicioso proyecto llamado Monumento a la Agricultura, aunque todos simplemente lo llaman la Espiga, en su momento fue muy criticado por los agricultores ya que los agricultores exigían que en un momento que el agro estaba pasado un mal memento era preferible inyectarle ese dinero al campo y no a un monumento, por eso en ese mismo año, los agricultores de Turen, se dirigieron a Miraflores, en la llamada Marcha de los Tractores,pero hoy en día la Espiga, es orgullo de Acarigueños y Araureños.
aeropuerto de Acarigua Araure "Gral. Guevara Mujica" |
Avenida Eduardo Chollet |
Otras obras en su gobierno fueron la iglesia Ermita, en la Parroquia La Aparición de la Corteza, a petición de su madre, fiel devota de la Virgen de la Corteza, el puente sobre el río La Portuguesa, en el viejo puerto de La Florida, lo bautizó el mismo Luis Herrera con el nombre de Don Hilarión Graterol fundador de Copei en Turén y su amigo personal, se inicio la Autopista Gral. J.A.Paez (tramo Agua Blanca-Ospino), se construyo la Avenida Los Pioneros, se construyo el hogar de hembras del INAM, ferrocarril Barquisimeto-Acarigua, se
El Presidente Herrera Campins inaugura la Urbanización Durigua, Acarigua, 1980 |
1981 Inauguración del Tramo del Ferrocarril Acarigua Yaritagua Presidente Luis Herrera Campins Gobernador Olinto Corredor Martinez |
Acarigueño, Llanero y Refranero
Luis Herrera,como todo llanero fue refranero, lo que fue muy conocido en sus locuciones presidenciales, pero a manera de anécdota cuando le respondió una pregunta a un periodista en el aeropuerto de Acarigua sobre unas declaraciones del paisano y dirigente del principal partido de oposición, Gonzalo Barrios, el cual acababa de dar unas palabras en su contra contra, el día anterior: "el que nace pa' triste, ni que le canten canciones",con este refrán y de esta forma tan jocosa salio al paso.
Luis Herrera,como todo llanero fue refranero, lo que fue muy conocido en sus locuciones presidenciales, pero a manera de anécdota cuando le respondió una pregunta a un periodista en el aeropuerto de Acarigua sobre unas declaraciones del paisano y dirigente del principal partido de oposición, Gonzalo Barrios, el cual acababa de dar unas palabras en su contra contra, el día anterior: "el que nace pa' triste, ni que le canten canciones",con este refrán y de esta forma tan jocosa salio al paso.
Anexos Discurso por el 350 aniversario de Acarigua.
PORTUGUESA es un corazón, escribió una vez Antonio Arráiz. Hoy digo que Acarigua es la arteria más cordial de ese generoso corazón venezolano.
De ese pueblo venimos, cuando sus calles eran de tierra colorada o de granzón, y debíamos desyerbarlas todos los sábados y regarlas todas las tardes a la hora en que el sol principiaba a retirar su luz y su fuego, unos con poncheras, totumas o con regaderas de lata o con mangueras de goma los pudientes, para que no se levantara polvo cuando en su soberbio “Pizarro” paseara su seria y arrogante figura de Presidente de Estado, el Coronel Josué Gómez, quien afirmaba que la gente lo encontraba duro porque estaba acostumbrada a “jugar pelota” con su papá en Barquisimeto. ¡Y su papá, nada más, se llamaba don Eustoquio Gómez!
Nunca aprendimos la historia de Acarigua, ni la fecha de la fundación, ni el nombre de su fundador. Para nosotros, la historia de Acarigua giraba entre dos polos. Entre el polo religioso del culto a la Virgen de la Corteza y el polo patriótico de la veneración por José Antonio Páez. Eso era suficiente y nos bastaba. Con la Virgen allá arriba y con el catire acá abajo nos sentíamos satisfechos. En esta conmemoración de los 350 años de existencia de Acarigua, esperamos que, en 1971, con motivo del Sesquicentenario de la Batalla de Carabobo, el gobierno nacional coloque por fin en el Panteón Nacional la estatua del Héroe Portugueseño, fundador del Poder Civil en Venezuela.
Jamás nos enteramos que el 15 de diciembre de 1530, hubiera llegado Nicolás Federmann por tierras de los Cuibas “a un gran pueblo o aldea de la misma nación, llamado Hacarygua, situado al lado de un gran rio, con una anchura de casi dos tiros de arcabuz”. Ni que “tenían un solo señor que llevaba el nombre de Hacarygua, y allí habitaban cerca de dieciséis mil indios de guerra, sin contar las mujeres, los niños y los viejos” . Cifra sin lugar a dudas abultada, quizás por los efectos de la reverberación solar. Eran caquetíos y cuibas que convivían en paz y le dieron recibimientos espléndido y le ofrecieron “presentes de oro, caza y la necesaria comida y buena amistad”, pese a tener abundancia de flechas envenenadas que utilizaban en mayor cantidad que los pueblos que anteriormente habían visitado.
Ignorábamos que Federmann los había ayudado a guerrear contra los cuyones que vivían “más abajo, al pie de una montaña”, y eran sus enemigos. No supimos que, no obstante la buena índole de los naturales y sus manifestaciones amistosas, Federmann tomó sus precauciones, por si acaso de ataques sorpresivos, y ocupó “una calle cerca del rio” en la que mantenía, alerta, guardia noche y día. Anota el alemán en el relato de su expedición, inserto en su “Historia indiana”, un signo de confianza surgido del sentido profundo de protección familiar de los aborígenes acarigüeños: “nada era de temer por parte de ellos mientras no sacaran a las mujeres y a los hijos. Pues esta es su costumbre: aunque sepan que puedan matarnos a todos y vencernos, si suponen que alguno de aquellos puede sufrir daños, no se atreven a atacar para evitar su perjuicio, sino cuando están a su salva o en seguridad y sin peligro”. Añade que la “guerra la hacían solo a distancia cuando desde lejos pueden disparar sus flechas, y no se acercan el uno al otro; por lo cual nos decían frecuentemente que no conocemos el arte de la guerra porque corríamos inmediatamente hacia el hombre (al enemigo) y los desconcertábamos”. Federmann alojó al cacique en su casa y le dio “a entender que le concedía vivir conmigo para honrarle y como muestra de amistad”. Conversaron sobre la exploración de la tierra y Federmann indagó especialmente sobre el Mar del Sur, del cual había tenido noticias con anterioridad. Le dio también buen informe sobre dos caminos para alcanzarlos. Tan agradecido quedó Federmann de Hacarygua que, al volver a pasar por aquí en febrero del año siguiente, le trajo al cacique el apetecible obsequio de dos doncellas indias”.
No nos enteramos cuando niños que había existido el gobernador Francisco de la Hoz Berrío, nieto del fundador de Bogotá e hijo del fundador de Guayana. Menos podíamos suponer que en 1620 había ordenado la edificación de siete poblaciones, entre ellas la de San Miguel de Acarigua. Por obra directa e inmediata suya o por delegación en Diego Gómez de Salazar, Acarigua fue fundada. Por eso, bien dice nuestro historiador de Portuguesa, el querido y venerado maestro lasallista Hermano Nectario María, en coincidencia con la apreciación del amigo y académico Ambrosio Perera, que a Francisco de la Hoz Berrío se debe la existencia de este pueblo y resulta lógico que su efigie esté colocada en la sede municipal.
No leímos línea alguna en que se nos informara de la visita del Obispo fray Gonzalo de Angulo a Acarigua, en 1625, en la que regañó a los encomenderos por no haber construido la iglesia en buena y debida forma y con material duradero, por lo que condenó a Gómez de Salazar a pagar dos pesos en oro y le ordenó que concluyera la sacristía, la iglesia y la casa del cura doctrinero en el plazo de dos meses. Además, responsabilizó a los encomenderos por ocupar a los muchachos, durante la semana, en el beneficio del maíz y del algodón, con mengua de la asistencia a la doctrina, y también los acusó de emplear seis días de la semana a los indios en los cultivos de algodón, tabaco y maíz, privándolos así del derecho que les asistía de poder dedicarse por tres días a la semana a la atención de sus particulares y tradicionales sementeras.
¡No haber sabido entonces todos los datos de esta larga historia para estrujárselos, en la época de la infantil rivalidad provinciana, a los amigos contemporáneos de Araure y de Guanare!
De ese pueblo venimos, cuando el almanaque era el diccionario o quizá la enciclopedia de los nombres, y las mujeres se llamaban María, Josefina, Teresa, Carmen, Lilia, Aura, Antonia, Juana o Rosa, y los hombres: José, Pedro, Juan, Luis, Francisco, Antonio, Pablo, Ramón y muy pocos se salían de la castiza regla con algún desusado Oswaldo o raro Waldemar, escritos entonces sin la exótica y pretenciosa “w”.
De ese pueblo venimos, con la tradición de sus maestros, respetados y queridos. Se hablaba de doña Susana Hernández de Oussett, modeladora de la generación mayor, y de J.M. Colmenárez Gil, quien escribió una aritmética en verso que nosotros –con orgullo regional bien fundado- contraponíamos a los “Retozos Gramaticales” de Miguel Ángel Granados. En casa alquilada funcionaba la Escuela de Varones “Raimundo Andueza Palacios”, con sus pizarrones cansados, sus amarillentos mapas veteranos, su mobiliario rústico que obligaba a escuchar las clases en humildes bancos, a menos que uno quisiera llevar su propia silla. No conocimos los pupitres y éramos muchachos de alpargata diaria y zapatos domingueros. La Escuela de Niñas “Lisandro Alvarado”, en una esquina de la Plaza Bolívar, sembrado de altos cara-caros, cuyos frutos la utilizaban como jabón la pobrecía, y rodeada de almendrones. La imponente y enérgica doña Petra Margarita de Sánchez dirigía ese plantel con alta capacidad y severa mano.
Nuestros maestros de esos años: Gonzalo Aponte, callado y paciente; el temido bachiller Orozco; Julia Sayago; el bachiller Sorondo; don Saturio González, pleno de afanes oratorios; Pedro Depool Colina, engominado y saturado de inquietudes. Apenas los cuatro grados de la Primaria Elemental y la lucha de don Saturio y de mi padre, Luis Antonio Herrera (quien ocasionalmente ejerció la docencia pública, pero que tenía fama de maestro y enseñaba en forma particular lecciones de contabilidad y de idiomas), para lograr que se establecieran el 5º y 6º grado, aspiración finalmente alcanzada. Pero ¡qué problema el de escasez de alumnos! Graciela Bustillos y Críspulo Hernández, el as de los pitcher infantiles, como estudiantes de quinto grado, y en el sexto la presencia única de mi hermano Pablo Herrera Campins.
La trilla de luz en las escuelas particulares,como la de Carmelita Barragán, y la enseñanza de corte y costura a las muchachas bajo la dirección de doña Mercedes de Sánchez, cuyas manos hacían primores artísticos en la confección, el tejido o el bordado.
Maestra por antonomasia fue doña Virginia Ramos de Ramos, persona de exquisita educación y alta bondad, formadora de una familia uniformada en la virtud. Numerosos grupos de acarigüeños pasamos por las aulas de doña Virginia antes de acudir a la escuela pública y allí se podía aprender porque se sabía enseñar. Allanaba el camino del aprendizaje aquella estupenda casa antigua, enladrillada, con su patio-jardín siempre florido, con sus
pájaros y con la musical gota de su tinajero de alta piedra filtrante y su gorda tinaja donde el agua adquiría exquisita frescura. De doña Virginia nos quedó no solo el sentido de la disciplina y el recuerdo de la consagración a la cultura, sino sobre todo su permanente ejemplo de humana y cristiana vivencia bondadosa.
De ese pueblo venimos, cuando los más de los remedios eran simples, sin etiquetas de patentados, para los males más frecuentes: la pasota para expulsar lombrices, solitarias y anquilostomas; gárgaras de llantén para la garganta adolorida; paja “cola de caballo” y barbas de maíz, a manera de diurético para los enfermos renales; baños de borrajón para sarpullidos y ronchas; sapos pasados en cruz en la horneada piel en las erisipelas, los que adquirían la enfermedad, y guindados al aire, al consumirse y secarse, igualmente terminaba el mal en quien lo padecía; leche con bosta para el sarampión; agua de hinojos, filtrada y hervida, para las irritaciones de los ojos; guarapo de eucaliptus, jengibre y sauco para sudar la fiebre; “chiquichique” para el estreñimiento, y guarapo de “pericón” para acabar con las diarreas.De ese pueblo venimos, de la época en que todavía estaba aposentado el paludismo, debilitador de cuerpos y de espíritus que producía aquellas terribles “fiebres terciarias” y económicas y aquellos semblantes macilentos. Paludismo tratado con dosis de amargas pastillas de quinina, después reemplazada por la atebrina, que de “jipatos” nos volvía amarillos como el apio. Ya para esa época se adelantaba la lucha antimalárica, mucho antes del DDT, y las cuadrillas de la Malariología petrolizaban las aguas estancadas, cubrían con una capa de aceite los fangales, cegaban los baches y los pozos para hacer imposible la vida de las larvas del anopheles, que era nuestro azote.
De ese pueblo venimos, con sus boticas tradicionales, con sus gruesos frascos de porcelana blanca marcados con letras góticas y con sus relojes inmancables, porque eran los únicos establecimientos en los cuales se hacían públicas las horas. La “Octavio” de don Ángel Ramón Bustillos; la “Moderna” de don Concepción Escalona, enciclopedia viviente de la acarigüeñidad, lúcido en la cercanía del centenario vital; la “Universal” de Pedro Sabino y Ramón Coronado; “El Ávila”, de M. González Montano; y después “La Corteza”, de Miguel Campins, y “San Miguel” de Tito Herrera. Oíamos decir que en Caracas vivía un paisano, Miguel Octavio, dedicado al negocio de la droguería con el mejor éxito económico y a cultivar la risa ajena con la amenidad y gracia propias. En Acarigua Buenaventura Ramos y Severo Castillo eran ya experimentados farmaceutas.
De ese pueblo venimos, con los médicos continuadores de los eximios Jaime Cazorla, Freites Meireles y Manuel Padilla, sembrados en la conciencia de la gratitud popular. Humberto de Pasquali, diligente y servicial, con su impresionante pestañeo; Vicente Romano, adelantado de los italianos en nuestro Estado; J.M. Salmerón Olivares, poeta, amenísimo conversador, viajero infatigable, que no podía creer en dietas en aquél pueblo desnutrido y afirmaba que a cualquier hora se podía comer de todo, porque el estómago es un cuarto oscuro, que no sabía cuando es de noche ni de día, y Manuel González Montano, que no se confiaba en el simple experto “ojo clínico”, sino que examinaba de verdad a los enfermos. Nuestro gran paisano Raúl Ramos Calles contó aquí en Acarigua una anécdota que voy a repetir. Una campesina joven y buenamoza se acercó al consultorio de González Montano. El médico le ordenó a desvestir y acostarse en la mesa de exámenes. Comenzó luego a palparle el hígado y, para concentrarse mejor para el diagnóstico cerró los ojos. Entonces la campesina, mezcla de ingenuidad y picardía, le dijo:
-Doctor si después iba a cerrar los ojos, ¿Para que me ordenó desnudarme?...
De ese pueblo venimos, cuando la Iglesia de San Miguel tenía dorado altar mayor de madera y en el altar derecho estaba la custodia de la Virgen de la Corteza, a la que se cantaba “salves” por los sábados. Por varios decenios, el pueblo no había conocido otro sacerdote y párroco distinto al padre Ramón Inocente Calles, músico consumado, prototipo de bondad útil y de una subyugante campechanería. El padre Calles encarnaba la mejor tradición religiosa de Acarigua. Parecía que su destino iba a ser el mismo del padre Caballero, en Araure: morir en su parroquia. Pero un día el imponente y elocuente Obispo de la Diócesis, monseñor Enrique María Dubuc, decidió trasladarlo a Barquisimeto y designar como sustituto a un nervioso y joven sacerdote, de origen humilde, cuya simpatía pronto ganó al pueblo: Juan José Bernal, hoy Arzobispo de los Teques, siempre en ebullición de ideas renovadoras. Comenzó los trabajos de remodelación del templo, que después se desviaron, cuando Bernal se ausentó, de la primitiva intención. Había otra pequeña capilla en la Plazuela, dedicada a San Roque, hasta que un sacerdote tuvo la ocurrencia de venderla para que surgiera de sus ruinas un expendio de gasolina. Por otra parte en el aspecto religioso, un grupo de protestantes nada más, que recuerde, dirigido por don Luis Oliva, con su capilla cerca de El Trayecto, poblada todas las tardes de rezos y de cánticos.
¡Como olvidar las multitudinarias procesiones! La de la Virgen de la Corteza el once de febrero, preparada por las hermanas Escalona y, principalmente, por Mercedes. Los “Pasos” de la Semana Santa, cada uno a cargo de una familia, que culminaban con la extenuante travesía del Santo Sepulcro hasta llegar a la casa de doña Blanca de Anzola. ¡Como olvidar los monumentos de los Jueves Santos, que preparaba Edelmira Ramos! Y como no dedicar un recuerdo a Presentación Bolívar, que era el sacristán y ya empezaba a poner ampolletas, y a José Antonio Escalona, el organista.
De ese pueblo venimos, con su claro azul de cielo que, en el invierno, se ensombrecía de nubes, y llevado por terrible mano, escribía el relámpago su enceguecedora zeta de oro, para que escondiera en la tierra su mágica piedra la centella.
De ese pueblo venimos, cuando la noche era colcha negra para retozo de luceros, inmersa en el silencio de los campos. Apenas si entre las horas de reposo se sentían los pasos de la “recorrida” policial, enemiga de la farra y el trasnocho. Decían algunos que por ciertas calles se escuchaban girar rueda de carreta cubiertas y todos pensábamos que se trataba del fantasmal “carro muertero”. Nos dormíamos oyendo los cuentos de los viejos que relataban los desgarradores cuentos de “la llorona” o se nos decía que “la sayona”, airosa mujer de largas trenzas, paralizaba de terror al exhibir sus gigantescos colmillos, o se nos hablaba de la fúnebre melodía de “el silbón” o de “el hachador”, mimético canto del pájaro que simula el golpe del hacha sobre el tronco de un árbol. Campesinos que hablaban en “vos” (los “campistos” que decíamos nosotros) referían que, por la sabana, vagaban almas de finados bajo la forma de la “bola de candela”, sin alcanzar, desde luego, la dimensión de los fuegos que levantaba a su paso por los campos de Lara, el alma errabunda del Tirano Aguirre.
De ese pueblo venimos, cuando la Vieja Tella encarnaba el terror de los niños que nunca nos dejábamos agarrar o tocar por ella, más por grima que por miedo, pues se decía que no solo vestía a los muertos, sino que vestía de las muertas sus largas sayas de crehuela. La Vieja Tella, tostada de sol y años, con su tez plisada, amarillenta de blanca la cabeza y que, al escuchar cualquier música, se ponía a bailar en el medio de la calle. Vieja Tella de la infancia, para quien parecían escritos los versos del poeta andaluz Federico García Lorca:
“En su cabeza se enrosca
una serpiente amarilla
y va soñando en el baile
con galanes de otros días.
¡Niñas,
Corred las cortinas!”
De ese pueblo venimos, cuando en las calles se oía el sabio golpe de bastón del ciego que empuñaba Guardia, vestido con un flux negro, de viejo ya verdoso, y con una cara que anticipaba los dibujos popeyescos de Walt Disney. Guardia, enfurecido por nuestras provocaciones e impertinencias de muchachos que le gritábamos las estrofas del Cumaco: “Guardia, no lo dejes entrar porque es un ladrón”. Guardia, liberal amarillo, de cuyos labios brotaba a cada rato el elogio de Guzmán y como un reto los únicos y estruendosos “Abajo Gómez”, que se escuchaban en el pueblo. En aquel pueblo donde este ciego –lo sabemos ahora- era el que mejor veía.
De ese pueblo venimos, cuando a los presos se les imponía, forzado trabajo corporal y con sus grillos amarrados con cabuyas a la cintura, para aliviar a las piernas de dolor, realizaban extenuantes faenas en las calles. Esas imágenes de los primeros vejámenes presenciados en persona de otros hombres, las conserva la memoria del horror, ayer y hoy incomprensibles, pero a mi me sirvieron de lección de solidaridad. Cuando los presos trabajaban en la calle frente a casa, todas las mañanas –por encargo de mamá- compraba algunos litros de leche para ir dejándole a cada uno su modesta ración en las pequeñas latas, que eran los únicos recipientes que se les permitía usar.
De ese pueblo venimos, cuando no existían “casas de abastos” ni “supermercados” y las bodegas se denominaban pulperías. Los menores de la casa, por una especie de “deber del minorazgo”, teníamos que “hacer los mandados”, madrugar para encontrar carne buena en las “pesas”, y estar pendientes –si se iba a comprar marrano- de las banderitas blancas los días en que se beneficiaban cerdos. Con nostalgia evoco las típicas pulperías, con su mostrador de madera cubierto de lata, con sus estantes para las botellas y sus graneros protegidos de tela metálica, con su vitrina para los quesos y los dulces, con la tabla y su alambre para picar queso y la tabla y su alambre para cortar jabón, con la porción exterior dedicada a la leña de cují o de úbeda, y con sus incontables “corotos” o “taturos”, en los que la ñapa adquiría la forma de diversos granos según la cuantía de la compra, y que los sábados se convertía en dinero contante y sonante. Famosa, entre ellas, aquellas pulperías de don José Tomás Duin, del “Cuñao” López, de Juan de Mata Valdés, de José Sanabria, de Carlos Bustillos, de don Cruz Lander, quien un día fue sacado del negocio porque se atrevió a proferir gritos contra Gómez y la delación lo empujó a la cárcel.
De ese pueblo venimos, cuando cabían todas las calles en la memoria de un niño. Sonreíamos en la escuela al escuchar al maestro que debíamos aprender los puntos cardinales para saber orientarnos y que debíamos comenzar por extender el brazo derecho hacia donde nace el sol. ¡Que nos importaba a nosotros norte, sur, este u oeste! Nosotros conocíamos las calles humanizadas antes de que los números reemplazaran a los nombres ilustres: Libertador, Páez, Ayacucho, Urdaneta, Unda, Cazorla, Abreu, Pérez de Pagola, Doctor Padilla, María Violante Herrera, Marichal Torres. Los límites del pueblo eran Rejas Chirere, de Turen, de Guanare, de San Carlos, en la que estaba la Cruz de Bartolón y observamos siempre que los mayores sonreían pícaramente cuando se mencionaba a Rosa o a María. Las rejas eran la defensa contra las nocturnas invasiones del ganado y las cerraba el popular “Cachón”. Cuando el cielo se hacía clara ceniza veíamos pasar, llevados “del diestro” por los peones o los dueños, los caballos hacia los potreros, sin el peso de la silla y sin la ofensa del freno. El límite vital de todo estaba en el Barrio “Los Desamparados”, donde se encuentra el cementerio, llamado “Matardita”, en el que ejercía Ño Rafaelón su ingrato oficio de sepulturero.
De ese pueblo venimos, y aquí aprendimos en el contacto con la vida vegetal y animal a descifrar los misterios de la procreación, que tanto cuesta a los niños de las ciudades pavimentadas. A nosotros hubiera podido aplicársenos, como anillo al dedo, los versos de Manuel Rodríguez Cárdenas:
“Son una enciclopedia estos muchachos rústicos,
saben que la gallina empolla
si el gallo esponja el ala;
que los niñitos no vienes de París
y que cuando se escuchan los bramidos del toro
les nace a las novillas
una pelambre nueva”
De ese pueblo venimos, con sus paseos elementales hacia Cambural, Laguna de los Muertos, (para buscar guayabitas o ciruelas de hueso), la Quebrada de Araure, la Quebrada de la Villa o los pozos de Durigua. ¡Que nos importaba que en el centro tuvieran hoteles miramares, si para mirar el cielo no había, como Durigua, mejor espejo, apenas empañado por las danzantes hojas de los árboles, por alguna nube errante o por el rítmico vuelo de los pájaros!
De ese pueblo venimos, cuando los oficios tenían nombres propios. Decir talabartero era decir don Pancho Ramos. Relojero, don Gregorio Peraza. Joyero, Cecilio Colmenares. Herrero, mi padrino Ricardo Ramos. Sastre, José Antonio Nays. Plomero, Noé Duin. Enfermera, María Melean. Comadrona, Amadora Rodríguez. Carruajeros, Musiú Juan y Emisael Medina. Carpinteros, el negro Urbano, Roseliano Hernández, Concho Mujica, Alfonso e Ivo López, Atenágoras y David Gutiérrez y Cecilio Herrera. Costureras: las Manzanares Gil, Benigna y Anita Ramos, Vetulia de Bustillos, Romelia Mendoza. Pesadores, el negro Marcelino Rodríguez, Emilio Lara, Feliciano Salas, Ignacio Parra, Ángel y Juan Montes. Chichero, Ramón Silva, con su típico dedo que le sobresalía por entre la capellada de la alpargata en el empeine izquierdo. Barberos: Simón Godoy, Porfirio Gómez (de mano maestra para las tijeras y para la guitarra, padre de esa enciclopedia de la zamarrería y malicia criolla que es Gonzalo Gómez), Zoilo Sánchez y su hijo Pablo, y los que vinieron después, Simón Godoy el joven, Martín Camacaro, Panchito Sibira, Aquiles Arias y Martín Cauro, situado en la tradición de los barberos guitarristas. Panaderos: Carmelo Rodríguez, Lucas Matute Pérez, María Luisa Roth y Dolores Quintana, expertas en fabricar delicioso Pan de Tunja, panelas, acemitas, rebanadas y con el maíz “cariaco”, llegan hasta el pan de horno. No soñaba Amstrong con llegar al satélite, pero ya nosotros sabíamos que “ni la luna es pan de horno, ni el sol es cachapa”. Latoneros: Agapito Gutiérrez y Musiú Carmelo Marino. Para dulces, golosinas o “chucherías”, doña Amelia de Nadal: dulce de leche con bizcocho, “los huevitos de faldriquera” envueltos en papeles multicolores; los nísperos con baño de canela y el clásico clavo de olor en el centro; los turrones de coco y leche; las delicadas de piña; el arroz con leche, quien siempre se expresaba sobre un deseo de matrimonio; la mazamorra de jojoto y el popular “majarete”. Las tiendas principales eran: “El Pan Grande” de Manuel Ganaim; “La Mano Abierta” de José Zogby; “La Caraqueña” de Miguel Zogby; “El Amazonas” de José Ignacio Casal; la de Musiú Curie y la que tenía frente a la Plaza Bolívar don Mariano Barragán, quien siempre usaba elásticas y las malas lenguas decían que eran las que no lo habían dejado crecer. Los “marchantes” o “cuoteros”: José Ramón y José Manuel Herrera, Jorge Aboud, Madama Mariana, Madama Rosa Pérez y María Antonia Calanche, que una vez escandalizó a las damas del pueblo, porque siendo mujer madura se atrevió a usar melena, como las muchachas.
De ese pueblo venimos, con el orgullo de aquel invencible caballo rucio, “Conejito” de Ignacio Parra, ganador de todas las carreras y que nosotros pensábamos que si las del Hipódromo fueran en línea recta era capaz de aventajar a Tapatapa. Hombres recios de a caballo para las tardes de toros coleados: Federico Troconis, Polán Bustillos, Ignacio Parra y la femenina excepción de Zoila Gualdrón, quien también sabía dar capotazos al toro. Coleadores eminentes, elegantes, de clase, que se codeaban con aquellos ases que eran los Visos y el insuperable viejo Olaizola, de Valencia.
De ese pueblo venimos, con sus peleas de gallo. Gallos de Román Calderón, de Concepción Escalona, de Mauricio Pérez, de Pacífico Cordero, de Feliciano Salas, de Pancho Terán y tantos otros. Famosas galleras con sus botiquín al lado: en el centro, “El Quiriminduñe” de doña Inés Bustillos, famoso porque a nadie daba vuelto, y, en el Paraguay, “La Colmena”, de José Duin. Gallos marañones, zambos, pintos, colorados, gallinos. Gallos preparados con meticulosidad y sometidos a dieta estricta: granos de maíz que se pesaban o medían , corazón de ganado, naranja, tomate y carne para ponerlos “en condición”. La enardecida gritería en la gallera cuando las diestras patas asestaban una “morcillera” que atravesaba el pescuezo o una “canillera” que desangraba por las piernas o ese golpe certero en el cerebro que llamaban “Pasadera”, que enloquecía al gallo que lo recibía, y lo ponía a dar vueltas, a girar sobre si mismo, como loco. En medio de todo aquel enardecimiento, la figura seria y serena del juez, don Antonio Agüero, que en alguna ocasión y para terminar las discusiones ponía sobre la balanza el argumento irrebatible del revolver.
De ese pueblo venimos, con sus escasos automóviles privados y los vehículos de alquiler de Oscar Ramos, Fernando Guevara y Víctor Suárez. El negro Víctor hacía viajes a Barquisimeto y en todo el transcurso alternaba el chimó y el cocuy, con lo que parecía expresar gráficamente la frase popular de que los diez derechos del pobre se resumían en dos: “beber aguardiente y mascar chimó”.
De ese pueblo venimos, con sus restaurantes modestos en los que se deleitaba el más exigente paladar gustoso de comida criolla, preparada por doña Carmen de Agüero o por doña Inés Goizueta, ubicadas en esa tradición que hoy continúa la incomparable Berta. Aquellos dos afamados botiquines: el “Multicolor” de Carlos José Bustillos, con su anexa sala de billar, y “La Chapelle” de don Tomás Ojeda, precursor con su nombre extranjero y su atención de las fuentes de soda que vendrían más tarde, con timbres para llamar desde las mesas, que era refinados lujos en aquellos viejos tiempos. Pero había una casa que no era restaurant, en la que siempre se encontraba mesa tendida y bondad dispuesta para el que se acercara a ella: la de Roquelina de Salas, la “Mamá Roque “ de este pueblo, a quien parecen dirigidos los versos de Andrés Eloy Blanco:
“Buena como el pan,
y te lo dijeron como si fueran a comerte,
como si tendieran la mesa del gesto
para almorzar con tu bondad.”
De ese pueblo venimos, cuando se aliñaba chimó que vendían en forma mayoritaria José Aníbal e Hildebrando Barrios, Adolfo Miranda y doña Blanca de Anzola, chimó primero envuelto en hojas secas de maíz y luego en papel vejiga, encerado. La materia prima venía en tapara desde Guanarito y aquí se le daba consistencia con urao y lejía, aunque algunos llegaban a ponerle “ají caribe” para aumentarle el sabor.
De ese pueblo venimos, cuando las dos “casas de alto” que habían eran la de las Bustillos Casal y la de don Ernesto Ramos. Los grandes negocios mayoristas, el del propio Ernesto Ramos, el de don Miguel Bravo, “La Alianza” de don Carlos Miguel Zapata. Todo ese comercio se entroncaba con la tradición de don Roque Bustillos y don Benjamín Barrios, progresistas y civilizadores, que tanto aporte entusiasmo y decisión pusieron en el avance de Acarigua.
De ese pueblo venimos, cuando de los litigios judiciales se encargaban el doctor Rafael Arvelo Torrealba y el Procurador Francisco de P. Díaz Rangel. Ya en ese tiempo escuchaba uno hablar de un talentoso coterráneo que había vivido en Europa y que estaba considerado como enemigo del gobierno: el intemporal Gonzalo Barrios.
De ese pueblo venimos, con su primer “Llaneros B.B.C.” cuyo madrinazgo lo ejercía la serena belleza de Lilia Escalona (hoy señora de Zaraza) y que tenían como mascota a un chiquito gordo y peleón, que es nuestro actual gobernador, Waldemar Cordero Vale. En los beisbolistas de esa época –Che María Ojeda, Zurdo Peña, Balza Lanza, Coronado, Chico Pérez, Troconis, Mariñito, Pinto entre otros, creíamos nosotros ver émulos de Plácido Delgado, Alejandro Carrasquel, Tetelo Vargas o Martín Dihigo.
De ese pueblo venimos, cuando comenzaba el negocio de la madera, del que fueron pioneros Juan Antonio, Pedrito y Pacífico Cordero y los hermanos Yústiz Ramos, cuando era una hazaña entrar a la selva en búsqueda de “rolas” que luego se industrializarían en aserraderos sencillos, hasta que los Mazziota montaron uno más moderno.
De ese pueblo venimos, con sus escasas tipografías privadas: la ‘Editorial Curpa” de ese gran acarigüeño y fanático paecista que es el ameno odontólogo Francisco Cortés, y la de Luis Ponte, en tiempos en que José Ramón Díaz comenzaba el duro aprendizaje de la profesión. La gente hablaba del periódico “El Imparcial” dirigido por don Teófilo Leal y precursor en el nombre y la constancia del actual; “Hoy” semanario de Francisco Cortés y Luis Antonio Herrera; “La Voz de Portuguesa”, el periódico oficial, timoneado por el poeta trujillano Samuel Barreto Peña; “Equis” de Guillermo Morales, de mínimo formato y con su sección del “Correo Azul” que servía de enlace a las juveniles parejas de enamorados; con un nombre insólito para la época: “Kamarada” editaban un semanario José Antonio Nayz y Luis Peraza (Pepe Pito). Desde Araure nos llegaba “Cronos” bajo la batuta inteligente de don Ángel Ramón Sandoval Palma.
De ese pueblo venimos, cuando un curioso y estrafalario personaje típico: Nerio Duin Anzola, pontificaba en la Reja de Guanare. Flaco, desgarbado, con ojos descoloridos que debieron ser verdes o azules en su mocedad y una barba de chivo como las de don Ramón del Valle Inclán. Su casa era al propio tiempo negocio, biblioteca, museo y cementerio animal. En tres libros escritos sin ninguna regla de sintaxis, cargado de ingenio y de intención, “Mano Nerio” recogió mucho de la imaginación, sabiduría y creencias populares, en un marco autobiográfico de anécdotas muy diversas.
Yo era asiduo visitante de su casa. El recibo estaba lleno de retratos de grandes personajes. “Mano Nerio” decía que “la verdad de la vida era una tumba”. Hizo construir su urna en vida y la puso a presidir en el sitio más céntrico de la casa. Aquel final traje de madera, cortado a la medida de su dueño, carecía de la lobreguez de las urnas corrientes, pues estaba decorada y tenía escrita en la tabla inferior, la lista de sus amigos que habían contribuido para satisfacer tan macabra aspiración. Extravagante y singular, “Mano Nerio” era una especie de brujo o semimago, que hablaba con pasión, sin que se advirtiera cuando la realidad penetraba en la fantasía o cuando la fantasía se convertía en realidad.
Cazador empedernido y curandero de fama, “Mano Nerio” hablaba de las propiedades de las plantas y de la conducta de los animales con una seriedad que convencía. De cómo el tigre abre por el pecho al terecay y al galápago. De cómo el araguato come la flor del bucare y perece de fiebre al pie del árbol. De cómo en la mandíbula inferior del caimán hay una glándula en forma de ojo que los llaneros usan como perfume para aromatizar cestas y baúles. De cómo en septiembre venían de lugares desconocidos, bandadas de guacas a comer flor de jabillo y partían sin equivocación al despuntar el primero de octubre. De cómo en septiembre-octubre los huesos del paují son venenosos para los perros. De cómo en la época de celo si se les pone a las yeguas sabanas de cuadros en los lugares que más frecuentan, los potros salen “carpiados”. De cómo la tonina se baña con la cabeza hacia arriba cuando el rio va a crecer y a la inversa si va a bajar. De cómo el llanero sabe que si amarra animales debajo del turaguo se enferman de “muermo”. De cómo La Laguna del Guásimo, un terronal seco en el verano, sin rio ni caño cerca, cuando la llena el agua de la lluvia ofrece una amplia cosecha de guabinas. De cómo los campesinos curan dolores de oído escarbándose el oído enfermo con el rabo del cachicamo, y con la manteca y el cuajo de este animal curan a los niños que comen tierra. De cómo la auyama cuando no quiere cargar se la azota con un chaparro en diversas direcciones o se hace pasar sobre ella una mujer embarazada para que muy pronto comience a llenarse de frutos. Y antes de que García Márquez nos dijera en “Cien años de Soledad” que la estirpe de los Buendía se acabaría cuando naciera uno con rabo de cochino, “Mano Nerio” afirmó en 1952 haber visto una niñita con su rabito en la terminación de la columna vertebral, después enviada al bondadoso médico acarigüeño, doctor Jesús María Casal.
De ese pueblo venimos, y yo he querido recordar algunas cosas. No he hablado de otras de su Club Páez, de sus fiestas, de sus veladas, de sus licores típicos, (como aquellos preparados que hacía don Ladislao Campins), de sus atractivas mujeres, de muchos episodios de viajes y de cómo adquirían dimensiones heroicas los que habían viajado a Caracas y pasado, por consiguiente, la Vueltas de Diablo y las del Naipe y como casi entraban en leyendas mitológicas los escasos que habían cruzado los mares para llegar a Europa. Abundante material hay para un libro de crónicas sobre Acarigua y ojalá tenga tiempo y voluntad para intentarlo, para que quede así la historia menuda, cuya importancia sería ocioso negar, porque es la que interpreta, traduce y conforma mejor el alma popular. He querido presentar lo que éramos, para que midamos el salto que hemos dado en pocos años y tengamos coraje para dar otros todavía más ambiciosos.
De ese pueblo venimos, y no puedo dejar de mencionar mi casa de viejos corredores en la calle Urdaneta (que antes era La Palma), con sus gruesos pilares y pretiles, con sus techos de teja y cañabrava y horcones de araguato, con la grata sombra de su alero, con el viejo farol de la esquina (para carburo o kerosén) y que ya solo queda en la memoria, con su jardín de palma en el centro, y azucenas, ilusiones, crotos, rosa “reinas de las nieves”, jazmines y la siempre floreada ixora rojas, con su patio de naranjas y limones, guanábanas y cerezos, onoto y anones, convertido después en umbrío estadio para la práctica del infantil “Perú B.B.C.”.
La casa de la niñez es, para todos, el corazón del buen recuerdo. Así la mía. Porque allí aprendí las primeras lecciones de la vida; lo que vale un amigo, a sentir la solidaridad con los que sufren y a gozar como mi dicha la dicha de los otros, a creer en los valores trascendentes, a abrir el espíritu hacia el universo de la cultura, a sentir la comprensión y la bondad en las palabras y en los hechos; a recibir los primeros golpetazos del dolor al tropezar con la terrible realidad de la muerte que arrancó brazos queridos. Por esa casa paseó mi padre su optimismo y aquella sonrisa cordial para todos los tiempos por amargos y difíciles que fueran, empeñado en dejarnos a Pablo, a María Esperanza y a mi, su ejemplo de trabajo y bonhomía y de saber encontrar en los libros la amistad que nunca nos traiciona. Por esa casa paseó mi madre la apacible belleza de su tranquila dulzura antes de ser lo que es hoy: un envejecido, pero fresco corazón con canas.
He hablado de aquél pequeño pueblo con la emoción de quien se enorgullece de ser, simplemente, hijo de Acarigua. Hubiera deseado mencionar a todos los leales y consecuentes amigos de la familia y de la infancia, y evocar con más detenimiento el tiempo ido. Pero alguna concesión debo hacer al de la audiencia en este ya prolongado discurso, que no desea quedarse mirando hacia atrás para deleitarse con el recuerdo, sino que anhela decir alguna breves cosas sobre nuestro derrotero de progreso hacia un porvenir de paz y de justicia.
Un día llegaron a este pueblo, venezolanos de otras partes, a acogerse a las facilidades que entonces se ofrecían. Vinieron muchos con los bolsillos vacíos y la voluntad plena de coraje. Aquí tampoco hay ricos que puedan resistir el examen de dos generaciones de antepasados. Todos han partido de la pobreza, de la escasez. Ese origen no puede ni debe olvidarse jamás. Porque lo que unos han logrado con formidable empeño de superación, otros también pueden alcanzarlo si se les ofrece similares oportunidades. El gobierno invirtió dinero y la gente invirtió esfuerzo. Por esa conjunción complementaria nos hemos transformado. Por eso las sabanas antes estériles en las que pastaban flacas reses, hoy se presentan, en tiempo de cosecha, cuajada de espigas. El arroz, primero, convirtió a la tierra morena en un verdor de cabellera rubia. Esta inversión rubia se ha diversificado en la agricultura y ahora penetra el campo de la ganadería. Estos hombres que vinieron, que aquí trabajaron y se fueron o que aquí se fueron sembrando en trabajo, familia e hijos, son los beneméritos del gran empuje económico. Cualquiera sea la posición político o personal que se tenga frente a ellos, son acreedores a respeto y gratitud: Concho Quijada, Eduardo Chollet, Argenis Vivas, Jesús López Luque, Anselmo Escalona Salas, Fernando Díaz Rodríguez, Antonio Vivas, Dolande, Jesús Filardo Rodríguez, Sabaté, Orlando Jiménez, Rubén Rodríguez, “Callao” González, Aníbal Santeliz, José Fontiveros, Inocente Fernández, Pedro Gamboa, Juan Arráiz, Georgetti, Lanza y tantos otros de la vieja y nueva hornada de insignes propulsores.
No vacilo en decir que si algo ha actuado de aglutinante es la solidaridad y el sentido hospitalario de Acarigua para esos empresarios del campo y para los profesionales y trabajadores de toda clase que de ella han hecho, voluntariamente, su segunda tierra. Aquí encontraron brazos abiertos para su quehacer venezolano y un grupo de criollos, entre los que mencionaré a Panchito Viscardi, Rene Sosa Pérez, a los hermanos Cortés, González Chacón, a Waldemar Cordero, que supieron comprenderlos y estimularlos. Ellos son tan acarigüeños como todos nosotros, con el mérito de serlo por expresa disposición de voluntad.
A la invasión rubia, sucedió la invasión de los inmigrantes. Los tenemos de toda la geografía del mundo americano y europeo y de algunas porciones asiáticas. En Mitar, el lamentablemente desaparecido conservacionista, quiero simbolizarlos a todos. El recio yugoeslavo supo querer esta tierra portugueseña palmo a palmo. La quería arbolada, para defender su capa vegetal, y la periodicidad de las lluvias y la regularidad de los cursos de agua. Mucho es lo que debemos a los inmigrantes en transformación de las costumbres de nuestra vida social y de esfuerzo coordinado para ganar la batalla del desarrollo integral y armónico de los recursos humanos y naturales. Cada día debe ser más hondo el sentido de comprensión para estos paisanos de más allá del mar y cada día también mayor el esfuerzo de integración personal y colectiva que ellos realicen para fundirse y confundirse con el alma nacional venezolana.
Acarigua, comenzó a dar un ejemplo cuando más lo necesitaba Venezuela para salir de la postración de antaño. Hoy los pueblos se van convirtiendo en ciudades y la economía se va diversificando, y se hace más compleja y más difícil. No estamos todavía saturados de brazos, de mentes y de voluntades, sino que necesitamos muchos más.
A su cordialidad y a su hospitalidad se junta la ausencia de prejuicios sociales porque en Acarigua, afortunadamente, no hay aristocracia de la sangre. Las familias tradicionales de aquí (Bustillos, Ramos, Duin, Casal, Cortés, Anzola, Calles, Pérez), las provenientes de Araure (Barrios, Cordero, Troconis, Padilla), las oriundas de Ospino (Campins, Ugarte, Herrera) y todas las demás se han cruzado con los nuevo habitantes a ritmo febril. A nadie se le ha pedido certificación de limpieza de sangre ni exhibición de heráldica, ni monto de cuentas corrientes. A todos se les ha extendido un cheque en blanco de confianza para que ellos pongan con su esfuerzo creador el nivel del aprecio por merecer.
La pujanza económica no debe desconocer esta realidad social, sino continuarla con el mismo sello de amplitud. Está en el ambiente el abrirse hacia las personas de buena voluntad. Eso determina más que nada un estilo de vida y una forma de conducta que nos caracteriza a los acarigüeños. Así ha sido. Así debe seguir siendo si queremos avanzar con celeridad y sin retroceso.
La cultura tiene que marchar acompasadamente con la economía. No podemos limitarnos a gozar la ajena, sino que debemos empeñarnos en crear la nuestra propia. El rescate y el cultivo del talento, para que haya gente capacitada para todas las exigencias sociales, posee sentido imperativo en estos tiempos de convulsiones y de transformación. Relaté que fue dura labor obtener los cursos de la primaria superior. El “Liceo José Antonio Páez” lo abrimos con solo el primer año de bachillerato en 1942, gracias al afán de aquella Junta Pro-Colegio que integrábamos Francisco Cortés, Alí Cordero y yo. Con el esplendido apoyo de la comunidad. Antes, los profesionales paisanos se contaban en números dígitos. Ahora es imposible tarea de la memoria recordarlos a todos. Ha sido logrado porque nunca nos hemos confiado nada más que en el gobierno y sabemos que la mejor manera de atraer la atención oficial es a través de la oferta del esfuerzo
ciudadano. Si ya hemos comenzado a industrializarnos, debemos vencer la distancia que separa el crecimiento económico y a la superación cultural. No basta producir. Hay que crear. Nuestra historia, desde su punto más culminante que es José Antonio Páez, significa un esfuerzo de superación. Un empeño de escalar alturas.
Vamos dejando cada vez más de ser un típico Estado llanero para convertirnos en un Estado agrícola moderno. Pero a las condiciones personales y morales del llanero tradicional debemos apegarnos con ahínco, para no perder jamás el orgullo de la llanería. Que este sea el trasfondo del nuevo espíritu de la nueva gente que va surgiendo de este admirable crisol de sangres.
Cuando mañana, adelantada más la nueva mezcla, muchachas con cabellos como espigas de arroz y jóvenes con pelo de barba de maíz tierno, vean aquí a alguno de nosotros en los umbrales del siglo XXI que paseamos buscando en el aire y en el cielo más que en las casas y en las calles la huella del recuerdo, y uno le pregunte a otra quién será ese extraño caminante, ésta finalice su respuesta con los imperecederos versos de Alberto Arvelo Torrealba:
“-Es un viejo llanero de Acarigua.
¿No ves que
parece que está soñando
con la sabana en la sien?...”